domingo, 21 de agosto de 2011

Tardes pescando con las manos

Hace muchos años en un lejano lugar había unos niños que pescaban camarones y arrancaban lapas de las rocas de un pequeño pueblo de pescadores.
Tengo esta imagen en mi memoria. Agachados, con el sol golpeando sus lomos sin percatarse de ello, sin que acusarlo en absoluto, pasando las horas hasta llegar aquella hora en que la luz de la tarde hace que todo sea un poco tostado, en que las cosas cambian de color durante unos instantes, y las sombras están todavía calientes.
Aquellas horas en que la gente se marcha a sus casas a recogerse para cacharrear en la cocina y desalarse la piel en los patios con el chorro de las mangueras que han estado todo el día al sol y expulsan agua tibia.
Aquellas horas en que las teteras humean y hacen ruido en los fogones, presagiando con el aroma de las bolsas de te la templanza del espíritu y del pecho, reconfortando el frescor y la humedad de la tarde con el brebaje cálido y aromático.
Aquellas horas en que todo el mundo vuelve a sus casas, todo el mundo menos esos niños, que continúan sin darse cuenta de las horas transcurridas, sin escuchar el silencio que se ha hecho a su alrededor. Sólo saben que es tarde cuando sus ojos no pueden adivinar ya el movimiento sutil de las quisquillas transparentes en los charcos de agua salada y tienen más dificultades para cazarlas con su salabret o con el cuenco formado con las palmas de ambas manos.
Entonces el sol se oculta tras la montaña, pero sigue persistiendo un calor reflejado en las nubes más lejanas, que rebota sobre la piel como una pluma tibia.
La humedad de sus trajes de baño ha desaparecido por completo y ahora suben por el desfiladero, donde el padre de uno de ellos, ayudado por el jardinero, ha tallado unos escalones secretos repicando la pendiente de roca.
Lo ha hecho para eliminar el fantasma del pasado reciente. Algo que ahora él está demasiado deshecho para recordar, y algo que los niños desconocen por completo.

domingo, 27 de marzo de 2011

En la barqueta



The rest is silence. Hamlet, acto V, escena ii, William Shakespeare



 Dedicado a Bego

El mejor amigo de mi hijo pequeño se fue el pasado domingo a vivir a ochocientos kilómetros de aquí. La noticia se la dieron con sólo dos días de antelación. No dio tiempo a hacerle una fiesta ni a comprarle un regalo. Se pasaron la tarde del sábado juntos, callejeando y entrando en las tiendas de la calle Tallers como toda despedida.
Ayer le preguntaba cómo se sentía al respecto, y me decía que todavía no se ha hecho a la idea de su partida, no ha tenido tiempo de reaccionar.

Demasiado a menudo en la vida ocurren cosas repentinas, como hachazos, que te dejan desnudo o huérfano de alguna persona o algún lugar. Al principio parece una broma y todo adquiere el cariz de un universo paralelo en el que vives temporalmente, y pareciera que pronto vas a volver al mundo real, y te lo vas a encontrar tal como lo dejaste. Pero no, la cinta rodante que es la vida no tiene retroceso, como sí la tiene, en cambio, por suerte, la máquina destructora de papel que guardo en el despacho.

A menudo me he preguntado por el silencio. Todas las personas sensibles que conozco lo aman en cierto modo, y tienen siempre unas palabras amables para este fenómeno. “El silencio también es música”, “hay que saber disfrutar del silencio”, “un minuto de silencio”.

Sin embargo, el silencio, y no la música, es lo que nos conecta con el cielo donde residen nuestros ancestros. Estoy convencida de ello. Lo estoy desde que me ocurrió lo que ahora voy a contar.

Cuando yo era niña, mi abuelo y su mejor amigo de la infancia, un pescador del pueblo, solían terminar las veladas que organizábamos en el patio trasero de la casa, sacando un par de guitarras y cantando canciones. Siempre dejaban para última la favorita de todo el mundo, una havanera llamada “En la barqueta”. No es de las havaneras más conocidas, pero no sé si es por la letra, por la melodía cambiante y caprichosa o por la manera en que la tocaban y la cantaban con sus dulces voces de tenor mi abuelo y barítono su amigo, se transformaba en una canción esperadísima y sugerente. En lugar de estar cantando sobre una pequeña barca que s’atansa cap al mar de madrugada, parecía que estaban cantando un extraño bolero de amor erótico en catalán. No conozco mayor declaración de amor que nineta de ma vida, tu seràs mon tresor, que ellos decían acompasados, cantando flojito.

Cuando murió mi abuelo ya hacía varios años que no se celebraban fiestas y por lo tanto no sonaba la barqueta de madrugada, en medio de cremats, cigarrillos, baladres, estrellas y ruido de cigarras.

Siempre he tenido claro la diferencia entre música y sonido. El sonido es algo físico, que se puede hasta medir con un sonómetro, y se puede registrar. En cambio la música no necesita sonido; puede estar en el interior de nuestras cabezas. Haced la prueba si no lo creéis: pensad en los primeros compases de la sinfonía que más recordéis, o en el aria operística que más os guste, o en la canción más famosa de Norah Jones, o de John Lennon. Están, con toda su orquestación y todos los matices, dentro de vuestras cabezas. No hace falta que suene. Si suena en algún aparato externo alguna música conocida, lo que hace es sintonizar con la que ya tenéis almacenada en el interior de la cabeza, en alguna circunvolución, y es por eso que nos alegra íntimamente escuchar una música que reconocemos. De hecho esa es la base del éxito de una creación musical, y del mismo modo, la ausencia de factores de reconocimiento es una provocación buscada por los compositores que quieren romper con todo lo escrito.

Pero no quería hablar de música ni de sonido, sino de silencio.

Del mismo modo que existe la música dentro de nuestras cabezas, también existe el silencio.

Lo supe en un atardecer de septiembre, cuando estaba sentada en un muro de piedra de un olivar que hay en las montañas de detrás del pueblo. Mi abuelo había muerto hacía ya un año. Yo no había tenido tiempo ni ocasión de asumir su desaparición, su ausencia de nuestras vidas. El vacío que había dejado no tenía una forma demasiado definida, aunque era enorme. Entonces, mirando al horizonte, vi como llegaban a puerto dos o tres pequeñas barcas de pescadores. La música que hay en el interior de mi cabeza se puso en marcha, y escuché en estéreo a mi abuelo y a su amigo tocando las guitarras y cantando la barqueta. De pronto, justo después de la estrofa que dice va junt amb el meu cor, amb el meu cor,  pararon de cantar. Y entonces lo escuché: el silencio. Se hizo el silencio absoluto dentro de mi cráneo. Algunas disciplinas orientales nos incitan a ejercitar esta habilidad: borrar o enlentecer al máximo todo pensamiento, intentar apagar todo el ruido que rodea a un pensamiento en el que nos queremos concentrar. A mí me estaba ocurriendo, solo que sin ningún pensamiento flotante. Simplemente, escuché el silencio, un silencio que tenía materia, que no era la ausencia de ruido ni de sonido, como se empeña en definirlo el diccionario de la Real Academia, sino un silencio palpable, que presionaba hacia fuera, que hasta dolía.

Fue entonces cuando fui consciente así, de repente, de la realidad contundente e irreversible de que mi abuelo había muerto. Él, y otras personas que también me hacían y me siguen haciendo falta.  A través de ese silencio, y no de la música, sintonicé con la ausencia de mi abuelo, y con el país de nunca jamás donde se supone que se encuentra, donde seguramente no hay guitarras, pero nos espera a todos para por fin descansar, en silencio.

Desde entonces vivo convencida de que el silencio ha precedido a la creación, y seguirá a la desaparición del universo.




En la barqueta


De Garbí el vent avança,
ja s’atansa cap al mar.
La barqueta aparellada
bé n’està.

Ja les ones ondulant-se,
a la platja van lliscant.
La barqueta ens espera,
saltem, nena, i endins va.

Al mar, al mar.....
                                               
Dins la barqueta,
amb tu ai Mia,
balancejant-nos
en mig del mar.
La brisa dolça
de marinada
la nostra barca
farà gronxar.  (BIS)

Anem remant ....
L’aigua tallant ….
Ves-me escoltant …
                                               
Nineta de ma vida,
l’amor és un tresor.
Ai nen que jo t’estimo.
Regala’m una flor.
La flor que vull donar-te,
amor del meu amor,
la flor que jo et regalo,
va junt amb el meu cor.  (BIS)



domingo, 6 de febrero de 2011

Vivir aprendiendo



La afición resulta sospechosa porque, siendo como es por su misma esencia placentera y no obligatoria, se niega tanto a admitir normas como a entenderlas. Sólo de la afición puede nacer el aprendizaje. Carmen Martín Gaite



Hoy no ha hecho tanto frío y he pasado un rato asomada a la ventana de la biblioteca, la que de a un patio interior. Justo en frente, una ventana igual que la mía, asomada a la cual está Camila. Ella me ha visto, y se queda un minuto. Luego entra en su casa y apaga las luces.

Camila es una mujer de unos 60 años que, como ella misma dice, tiene muchas aficiones.

La palabra afición en principio tiene una connotación peyorativa en cuanto se refiere a una ausencia de profesionalidad. Pero tal vez sea injusta esta reputación. Las aficiones de Camila nunca se han materializado en nada tangible, algo que pueda ser distribuido, fotografiado, vendido o comentado.

Pero ella no se lamenta de este hecho, antes al contrario. Camila se recrea en el aprendizaje, en el refinamiento y en la depuración de sus aficiones. Le interesa el propio ejercicio de analizar y profundizar. Por ello, desde fuera parece una aficionada, pero aquellos que la conocen saben que dedica toda su energía a deshilvanar los procesos que no entiende, llegar al fondo de las cosas si lo tienen, quedarse flotando por las incógnitas de lo inexplicable, y buscar y dar vueltas, tirar de los hilos y encontrar tesoros escondidos.

Cuando era pequeña la llevaban a conciertos matinales del teatro de la ciudad donde vivía con sus padres. Un día vino un violonchelista llamado Gaspar Cassadó. Se quedó ensimismada observando aquel misterioso instrumento que tenía entre sus brazos, y que todo el mundo le había dicho que era tan difícil de tocar. Desde luego debía de serlo, porque la mano del músico temblaba al hacerlo. Camila confundía en su infancia el vibrato con un temblor resultado de la tensión y el esfuerzo de tocar. Tampoco comprendía cómo podían los músicos pulsar la cuerda en el lugar adecuado si no tenían ninguna señal en el mástil, como sí ocurría, en cambio, en la guitarra que tenían por casa.

Por mucho que preguntaba, nadie le daba una explicación satisfactoria; “memorizan las posiciones”, le decían unos; “ellos mismos hacen las notas afinando el oído”, decían otros. Deseosa de desentrañar el secreto, en cuanto tuvo tiempo, la carrera terminada y trabajo estable, se apuntó a clases de violonchelo, y poco a poco fue aprendiendo, no a tocarlo, sino “cómo se toca”.

En invierno se divertía leyendo novelas, sobre todo de misterio y policíacas. También le intrigaban los guiones de cine escritos para este género. Indudablemente, lo que causaba placer y mantenía la atención del lector era lo que ignoraba, la identidad del asesino o bien, si lo conocía de antemano, la manera en que éste cometió el crimen y cómo iba a ser capaz el detective de descubrir el percal. También era interesante comprobar cómo este misterio se iba salpicando de suspense, al ir empeorando la situación mediante acciones delictivas que iban acechando al detective y complicando su tarea. Por muy ingenioso que fuera un plan, nunca llegaba a tener éxito porque siempre algún personaje malvado lo interceptaba y lo abortaba, obligando a un giro completo de la acción.

¿Cómo se habían concebido estas historias? ¿Desde el principio al fin? ¿O empezando por el final? ¿Cuál era la receta secreta para elaborar una trama semejante? ¿Qué saben los novelistas que no sabemos el resto de los mortales? ¿Dónde se enseña esto? Comenzó por el principio, examinando y desmenuzando montones de novelas del género, y estudiando tratados sobre cómo escribir ficción, sin embargo en todos ellos encontraba nada más que una serie de salvedades academicistas bastante obvias, algo así como lo que ella ya intuía de manera natural, pero ordenado y puesto sobre el papel. Pero ninguna pista real que la condujera a adivinar el secreto que poseían esos seres llamados novelistas. Siguió estudiando, consiguiendo libros escritos en otros idiomas, en inglés y en francés. De cada diez libros podía exprimir una o dos enseñanzas, y se daba por satisfecha. Y así fue cómo Camila tiene ahora sus estanterías llenas de libros sobre cómo escribir libros.

De manera análoga, estudió por correspondencia varios idiomas, para enterarse de cómo se crean los kanji en japonés, que el estonio y el finés tienen una raíz común, y que este último tiene diecisiete declinaciones, que el checo tiene consonantes impronunciables. Nunca habló con ningún japonés, ni tampoco con ningún finés, y si encontró algún checo, se comunicaron en inglés. Pero no era la comunicación lo que le interesaba, sino la estructura misma de la lengua como objeto de estudio. Se aficionó a investigar el origen de las lenguas europeas, la división en dos ramas del indoeuropeo, la persistencia de algunos vestigios de la lengua primigenia en algunas tribus de Anatolia, la curiosa metástasis de eslavo antiguo en el sur de Alemania.

También aprende de memoria recetas de cocina que nunca hace, los componentes del curry, la manera de cortar el pescado para hacer sushi, cómo preparar donuts, cómo hacer puré de castañas, que el secreto del coulant de chocolate es poner un bombón Lindt en el centro. Aprendió con vídeos cómo se baila la danza del vientre, descubriendo que el secreto del movimiento cimbreante de las caderas está en realidad en las rodillas y en los pies.

Y es posible que así siga siempre, eterna aficionada a aprender por el mero placer de aprender, por diversión, sin sentar cátedra en nada y sin tener ninguna necesidad de ello.

viernes, 14 de enero de 2011

Hacer buena letra

Dedicado a Rafael Santandreu


Hoy me he encontrado con la señora Teresa. Tiene ochenta y un años, el pelo denso, teñido con esmero de color rubio muy claro, casi blanco. Tiene unos ojos enormes de loba, y unos labios perfilados y sonrientes. Le sobran algunos kilos que le sientan la mar de bien. Siempre viste de colores alegres y hoy estaba en la farmacia pidiendo la lista de los medicamentos del seguro para él y para su marido, cuando no he podido evitar ver que, entre el montón de envases que le han entregado, había un antidepresivo llamado Vandral o algo así. Hemos salido juntas del establecimiento y caminábamos por la acera charlando.

- Señora Teresa, perdone la curiosidad, pero he visto que compraba pastillas para la depresión…

- Sí, hija, me las tomo cada mañana.

- Pero si yo la veo la mar de bien, no le hacen ninguna falta…

- No sé, no sé. Hace muchos años que las tomo y además ahora estamos pasando una época muy mala.

- Tiene problemas?

- Bueno, yo no, se trata de mi hijo mayor…

- Le ocurre algo a su hijo? Tiene algún problema de salud o algo así?

- No, qué va, no. Es que está en paro desde hace más de un año y no consigue encontrar trabajo.

De modo que Teresa toma antidepresivos de última generación porque su hijo de treinta y cinco años, soltero y sin descendencia, no encuentra ocupación. No se trata de un problema propio, ella sería feliz, pero este inconveniente ocasionado por causas ajenas a ella, la obliga a atiborrarse de pastillas que le afectan a la capacidad de pensar y le producen sueño, tal vez mareos, con lo que se le olvidan algunas cosas, tiene menos voluntad para afrontar decisiones, la hacen engordar, y encima la semana pasada se cayó en la calle aunque por suerte no se hizo nada.

En el otro lado de la plaza del pueblo hay un bar que tiene una terraza con cuatro mesas. Por casualidad me encontré a la señora Amalia y a su marido. Tienen unos setenta y cinco años. Se acercaban cogidos del brazo, relajados y ociosos, y se sentaron a tomar un cortadito justo al lado de mi mesa. Mientras su marido leía el periódico deportivo, ella y yo nos pusimos a charlar.

- Sabía usted que la señora Teresa está tomando medicamentos para la depresión?

- Anda, pues como yo! Yo tomo una pastilla de cipralex cada día, y mi marido una y media.

- En serio?

- Vaya, ahora no me acuerdo si soy yo la que tomo una y media y él una, como es la misma… Bueno, lo tengo apuntado!

- Pero señora Amalia, me sorprende mucho, yo a usted la veo estupendamente bien!

- Sí, se me ve bien, sí, pero la procesión va por dentro, sabe usted? Me las dio aquella doctora que pusieron en semana santa, y desde entonces no las he podido dejar. Ahora estamos pasando un mal momento, y mi marido también las ha empezado a tomar.

- Un mal momento?

- Pues sí, verá, es que mi hijo se acaba de separar, sabe?

Mis dos amigas, pues, toman medicamentos que sirven para las personas que sufren una depresión. Sin embargo a ellas alguien se los ha recetado para aguantar mejor el mal momento por el que pasan sus hijos. Los toman como quien toma vitaminas o valeriana, y se han acostumbrado a sus efectos, desarrollando un miedo atroz a abandonarlos.

- Pues yo le recomiendo que vaya al psicólogo, oiga usted, y que no se intoxique tanto con tantas pastillas.

El estigma de “ir al psicólogo” probablemente aparta a este tipo de mujeres de los beneficios que les podría reportar solicitar ayuda práctica y bien estructurada para afrontar problemas de este tipo, por otra parte tan frecuentes como ajenos a ellas mismas.

Cuando hace algunos años atravesé una mala época, tuve que decidirme entre ir a un psicólogo o tomar antidepresivos. Pero no tenía tiempo para ir al psicólogo y los antidepresivos me daban mucho sueño. Así que decidí hacer buena letra.

Mis amigos íntimos se mofaban, o, peor aún, pensaban que era yo la que les tomaba el pelo con este tema tan delicado. Pero, no. Esmerarse en hacer buena letra puede ser tremendamente relajante. Casi siempre tenemos problemas muy concretos en algunas letras, o en las uniones de algunas letras con otras o a veces sólo en algunas palabras concretas. Yo, por ejemplo, tengo muchos problemas para hacer una “m” inteligible cuando viene después de una “u”. En cambio, si es una “m” final de palabra, me sale curvilínea y armoniosa. Esforzarse durante una semana en escribir correctamente todas las “m” que salgan a tu paso, estén donde estén en la frase o en la palabra, hace que, poco a poco, se vayan recomponiendo pequeñas brechas neurales de otro tipo, y el dolor psicológico se va borrando como por arte de magia.

Un psicólogo conocido amplía este quehacer a otras actividades, de manera que “sacraliza” cada pequeño acto, con el objeto de ayudar a sanar las áreas enfermas del cerebro o del alma. De hecho, es un poco zen.



Mi amiga Emma trabaja en el banco y estaba de los nervios el año pasado. El novio la había dejado y había entrado en una espiral hacia abajo que se aceleraba por momentos. Me pidió que le recomendara un médico para que le recetara algo.

Al día siguiente le dije que, después de haber estado pensando toda la noche, creía que no tenía edad ni motivos para tomar pastillas de este tipo. Le pedí que escribiera algo para mí. Cuando me entregó la hoja, vi que en su caligrafía había algunas letras que no se distinguían bien unas de otras, como la “t” y la “i”, y la “l”.

- Lo que tienes que hacer es ponerte a hacer buena letra. Mira, esta “t” no se parece en nada a una “t”. Además, unas letras son grandes, y otras pequeñas.

Me miró raro, se sonrió pensando que estaba loca.

Pasó un mes y tuve que ir al banco para hacer una transferencia. Me atendió Emma, que me rellenó los impresos necesarios con soltura. Cuando los vi, le dije:

- Veo que sigues de los nervios. Mira esta “j”, parece una “q”. Y haces separaciones en las palabras que no existen.

Esta vez me miró en serio, y me prometió que haría buena letra. Le pedí que me repitiera tres veces que me lo prometía, y lo hizo.

Ayer estaba en la calle con dos bolsas llenas de hortalizas, y una sonrisa de oreja a oreja. Me contó que se casa en mayo con alguien que conoció el año pasado, que no ha necesitado tomar ningún medicamento, y además ha dejado de fumar. Le dije que me alegraba muchísimo por ella. Cuando nos despedimos, me dijo que ahora hacía buena letra.

Muchas veces es posible modificar nuestras sensaciones de tristeza, abandono, soledad y desesperación, con actos tan ajenos como hacer las cosas bien, con esmero, fijando en nuestras neuronas la manera correcta de hacerlas, tocando un pasaje musical de la manera correcta una y otra vez, y ni una sola vez mal, intentando escribir bien, con tintas de colores que nos gusten, con letra regular y clara. Otras veces se puede conseguir el mismo efecto sonriendo, o encontrando el lado divertido a lo malo, o añadiendo sentido del humor a las situaciones violentas, o surrealismo a los acontecimientos fastidiosos, o intentando sentirse sereno, motivado y de buen humor ante las adversidades.

No es necesario que ocurran cosas buenas para sentirse bien. Hay que sentirse bien para que ocurran cosas buenas. No se trata de filosofía ni de autoayuda ni nada por el estilo. Se trata de una simple técnica que funciona.

domingo, 12 de diciembre de 2010

La comma pitagorica


Lo que sigue está escrito con buen humor y no pretende sino entretener.

Hoy creo haber comprendido por qué estamos tan desasosegados, desorientados y solos en este mundo.

La música con armonía pitagórica ha chocado hoy durante el ensayo de nuestra orquesta de cellos con la armonía clásica.
El por qué puede encontrarse en muchos tratados, pero como sabrán, la escala llamada “diatónica” que utilizamos todos para hacer música desde hace muchos siglos (do-re-mi-etc) no está basada en tonos y semitonos exactos según lo que determinó Pitágoras.
Es decir, si tuviéramos que medirlo con las vibraciones que se producen en una cuerda tensa de una medida determinada, no obtendríamos la misma afinación, sino una afinación ligeramente distinta. Esta distancia distinta se la llamado la comma pitagorica, y es de “un poquito más que uno”. Es decir, es de 1,05 no sé cuántos decimales más. Como todos los números irracionales, tiene más cola que el traje de novia de la pantera rosa.
Si algún matemático lee esto, que me perdone por las inexactitudes y que las corrija si lo desea.

Pitágoras, o los que frecuentaban su escuela, hablaban, entre otras cosas, de la música de las esferas, cuya existencia todavía se debate, y que algunos pretenden correlacionar con la velocidad de movimiento de los planetas. En todo caso, la perfección matemática de la música se perdió allá por la edad media.
La pérdida fue precisamente, creo yo, vaya, cuando intentaron unir las voces con los demás instrumentos, especialmente el órgano y los instrumentos de cuerda que tenían entonces.
Esa disonancia mínima, causada por la inexactitud de los intérvalos reales al querer meterlos con calzador en la octava (distancia que hay desde un do hasta el do más agudo, por ejemplo), molestaba a los oídos más estrictos.
De manera que decidieron hacerla coincidir a la fuerza, y crearon la afinación temperada. Consistió más o menos en dividir la distancia entre dos notas cuya frecuencia fuera una el doble de la otra (que suena como una octava perfecta) en doce trocitos todos iguales, los “semitonos”. Así pues, los virginales, clavicordios y demás instrumentos de teclados, se afinaron de acuerdo con esta nueva norma. Una de las más bellas consecuencias, por cierto, fue la obra de Bach “El clave bien temperado”, en la que el compositor creó un preludio y una fuga para cada una de las 12 posibles tonalidades resultantes de este artificio armónico, y otras doce para dichas tonalidades en modo menor.

Otra de las consecuencias es una opción que les queda a los cuerdistas de instrumentos sin trastes (por ejemplo, el violín y el cello). Ellos pueden tocar en determinados momentos de manera “no temperada”, acercando un sostenido a la nota siguiente, o bemolizando un bemol, para crear más emoción.
Se han hecho incluso chistes que hacen referencia a este fenómeno: “Saben qué es un afinador de pianos? Un tipo que viene a tu casa y te desafina el piano”.
En el ensayo de esta mañana, el director nos ha pedido que tocáramos un acorde final de una obra de Wagner arreglada para orquesta de cellos. Lo quería con armónicos. Todos nos hemos puesto a buscar el mejor aflautado de la nota que nos tocaba en el acorde. Cosa fácil. Unos cuantos posaban suavemente la yema del dedo sobre la cuerda en el lugar determinado, fracción exacta de la longitud de dicha cuerda. Otros en cambio teníamos que hacer un armónico artificial, acortando la cuerda con la presión del pulgar, y colocando la yema del tercer dedo un poco más allá.
Pues no. Sonaba mal.
No es raro que sonemos mal. Somos amateur y no tenemos mucho tiempo para estudiar. Los acordes y notas desafinadas es lo menos que se puede esperar de nosotros.
Pero, los armónicos? Los armónicos en teoría son perfectos, independientes de la posición de los dedos y de la destreza de los intérpretes. Están ahí, sólo hay que sacarlos.
Entonces el director ha pedido que los hiciéramos todos artificiales o bien todos no temperados. Otra posibilidad era vibrarlos, para que al menos una parte del sonido estuviera dentro del acorde.
Y yo me he marchado luego preocupada por la humanidad, al menos la del mundo occidental que conozco.
Pues nada menos que llevamos ocho siglos sometidos a música artificialmente cuadrada dentro de una octava. Hermosa música, eso sí, pero no se corresponde con la música del universo. No se refleja en la matemática de la naturaleza.
Así no vamos bien.
Muchas personas amamos la música. Incluso con delirio y pasión. Pero no es infrecuente que sintamos cierta inquietud y desasosiego cuando la escuchamos. Si se dan cuenta, es prácticamente imposible encontrar una música, de la modalidad que sea, que pueda satisfacernos por completo. Siempre nos queda como un vacío, como una necesidad de más, una intranquilidad.
Por eso siempre habrá compositores: ningún músico está plenamente conforme con la música que hay, tienen la sensación de que lo mejor, lo perfecto, está todavía por componer.
Y, créanme, no lo está. La música que nos dejaron Bach, Beethoven, Mozart (sí, lo sé, son los típicos, pero lo son por algo) es prácticamente insuperable. Pero, y la infelicidad y angustia de muchos de estos músicos? No se debería al hecho de que estaban arrastrando esa comma pitagorica que les impedía establecer contacto con la armonía cósmica y divina?
Y nosotros? La música está en todas partes, en los centros comerciales, en la radio, en la televisión, en el cine, en los bares, en las salas de conciertos, en Internet, por no hablar claro está del iPod y de esas criaturas llamadas CD que antes comprábamos.
Entonces, las 24 horas del día estamos sometidos a esta música que nos gusta y nos atrae, pero nos enferma y nos mata poco a poco con su disonancia leve, nos impide concentrarnos y meditar, reflexionar sobre Dios y la vida y el mundo. Porque Dios y el mundo están sintonizando otra onda distinta, sólo un poco, pero algo así como 1,05 etcétera, que es sólo una coma, pero el resultado es como sintonizar una emisora de radio o escuchar el zumbido de fondo como cuando se nos rompe la antena.
Cuándo volveremos a consumir música exacta, armónica y pitagórica? Existe en oriente?
Invito a todos los musicólogos y músicos que lean esto a que me corrijan todas las patinadas, igual que han hecho los matemáticos previamente.
Gracias a nuestro director por incitarme, sin saberlo, a escribir este post.
Gracias a la Condesa Goldberg 25 por estar rebotándome frecuencias divinas en la ionosfera.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Mis musas


Tengo dos musas y tengo que darles de comer. Les doy generalmente una latita de atún a cada una de ellas, mezclado con un poco de mayonesa o con miga de pan, según el día. Tengo que dárselo en platos separados, y además uno de ellos come en el suelo y el otro en la mesa. No importa cuál coma en el suelo, se van alternando. Pero no se pueden ver mientras comen. No tienen celos el uno del otro, pero no conviene que estén demasiado tiempo juntos porque si no se distraen y dejan de alimentarse, y entonces adelgazan, se vigorizan excesivamente y comienzan a programar fugas por la ventana o por el hueco ventilador de la cocina.

Llevan un collar cada una de ellas, el gato Gus de color naranja con pequeños apliques metálicos. Es un collar muy ligero, que apenas le molesta. Al principio le puse uno que era elástico, se ponía sin abrir los extremos, pero pasó todo el día con la cabeza en una posición forzada, intentando quitárselo con movimientos inútiles muy penosos. El gato Edu lleva un pequeño pañuelo robado a una de las muñecas de mi hija, concretamente a una Nancy boy scout. Lo lavo todas las semanas y se lo pongo de nuevo. Es un pañuelo azul y blanco.

Algunos conocidos que entran en casa y los ven me dicen que los gatos no deben llevar collar, que son los perros. Los gatos son animales muy independientes y no les agrada llevar collares ni distintivos ni ropa para mascotas. Pero estos son diferentes, han venido a hacer una labor muy concreta, ser mis musas. Me guardan la inspiración, por lo que deben quedarse en casa siempre, no pueden salir.

A veces los dejo salir, sin embargo. Por separado, para hacer sus necesidades, y también para perseguir a alguna gata en celo. Siempre vuelven porque no van juntos y yo creo que se echan de menos el uno al otro. El gato Gus tarda un poco más en general. Un verano se lo pasó entero lejos de casa, y regresó en Septiembre. El gato Edu estuvo nervioso maullando todo el verano porque naturalmente no le dejé salir. Esto es porque una vez salieron juntos y aparecieron magullados y heridos, porque me parece a mí que cuando se van de picos pardos con los demás gatos, se meten con los perros. El gato Gus concretamente se había enamorado de una gatita muy de armas tomar, que perseguía perros. Lo que digo es literal. Cuando los perros venían a amenazar los alrededores de nuestra casa, la gatita se encaraba a ellos, y yo no sé lo que les decía, o si tenía algo que ver la serie de manotazos con uñas que les propinaba en el hocico y alguna vez en los testículos, pero los perros salían con el proverbial “rabo entre las piernas”, gritando aing aing y sin ganas de regresar.

Un día la encontré muerta debajo de un baladre rosa. Tenía una herida en el lomo, sin duda infligida por un perro mucho más grande que ella, que se había hartado de sus insolencias. La puse en una caja y la llevé al container, y aquí se terminó el noviazgo del gato Gus con la gata intrépida.

Cuando se me terminaban las ideas a pesar de la presencia de las dos musas, me dirigía a la playa por la madrugada cuando salían los pescadores y les pedía si me podían traer algún pulpo. Si lo conseguían, por la tarde me lo dejaban en un cubo al lado de las cajas donde ponían el pescado que cargaban en las furgonetas para llevarlo a la tienda, y entonces yo lo tomaba en mis manos, vivo todavía, me lo llevaba a casa como si fuera una mascota, y una vez allí le giraba la cabeza. No era lo más fácil del mundo, sobre todo porque los tentáculos se agarraban a los brazos para intentar liberarse. Pero lo tomaba por detrás donde tenía una abertura, y presionando en la parte bulbosa de la cabeza, la hacía pasar toda por el ojal que iba dilatando con los pulgares, hasta que tenía la cabeza del pulpo al revés, blanquecina por dentro. Al poco los tentáculos iban disminuyendo el ritmo de los movimientos, y costaba menos irse arrancarse las ventosas de los brazos.

Como nunca se me hubiera ocurrido comerme el pulpo, lo devolvía al mar por la noche, después de mirar su cabeza vacía por fuera durante unas horas. A veces me gustaba comer regaliz mientras lo miraba, y pensaba. El regaliz tiene una sustancia llamada glicirricina que tiene varios efectos muy interesantes, entre otros da una cierta euforia porque actúa de forma parecida a las cortisonas, y también disminuye el deseo sexual. De manera que es un alimento muy adecuado para estar viendo caer el atardecer mientras un pulpo con el cerebro del revés se contorsiona en sus últimos minutos de vida. Los pulpos tienen todos sus órganos dentro de lo que creemos que es su cabeza, incluido el corazón, el riñón, el intestino y el órgano reproductor. Por eso, probablemente al dar la vuelta al saco, se dañan órganos vitales y se muere lentamente. Hay otras maneras de matar pulpos, pero ésta tiene algo de ritual de sacrificio animal a los dioses, que me complace.

Mis musas nunca han comido pulpo, pero sí otros moluscos como navajas. Les gustan a la plancha, sobre todo si no les pongo sal. A veces tomamos navajas a la plancha los tres, Gus y yo en la mesa, y Edu en el suelo. A medida que se las van terminando van pidiendo más con maullidos impacientes, y les voy dando de las mías. Yo las acompaño con un poco de mosto que me compro en una cooperativa que está en un desvío de la carretera de Garriguella. Bien frío, es de las cosas más ricas para beber en verano. En invierno a veces lo que hago es que mezclo mosto con un poco de destilado, y le añado algo de brandy. Es una bebida de un sabor muy insospechado. Entonces le meto pulpa de granada y lo caliento. Es raro pero reconfortante. Me agrada la sensación de estar bebiendo algo único, sin compartirlo con nadie, por supuesto ni siquiera con mis musas.

Lo que más hacemos mis musas y yo, de todas maneras, es trabajar. Ellos dos se tumban en sus aposentos, tienen varios, diversas plataformas almohadilladas de colores, a diversas alturas, como si fueran casitas en un árbol gatuno. A Edu le gusta mucho meterse en una que tiene un hueco en la parte lateral. A Gus le gusta más meterse debajo de todo el tinglado y percibir así todos mis movimientos y los movimientos de Edu. Yo me siento en mi mesa, abro el portátil y me pongo a trabajar.

Para trabajar hago como el pulpo. Algunos dicen que para entrar en una especie de trance, que nada se interponga entre tú y la creación gramatical, por llamarla de algún modo, es dejar aparte nuestros conocimientos y empezar a regar de ideas el papel poniendo en marcha el cerebro derecho en lugar del izquierdo. Dejándose arrastrar por la serie de imágenes que nos ocupan la mente, prescindiendo de lo sabido.

Yo, en cambio, lo hago como el pulpo. Me vuelvo la bolsa del cerebro del revés. Le doy la vuelta a mi cabeza y expongo todo al aire libre, para que se ventile un poco, y entonces empiezo a ametrallar. No es que me funcione especialmente, pero el estado que consigo es a veces agradable, y además los gatos se quedan cerca, lo cual me hace pensar que les reconforta verme así.

sábado, 6 de febrero de 2010

Los pies ardientes


Sandra es la única niña de su clase y probablemente de su escuela que ha visto morir a alguien. Seguramente también de su colegio. Arturo, un niño mayor del último curso, cuando era pequeño vio morir a su abuelo. Pero es una excepción. Además su abuelo estaba muy enfermo cuando ocurrió.
Me llamo Teresa, y semanas antes intentaba trabajar en mi escritorio, mientras ocho adolescentes escuchaban demasiado alta la música del mp3 de uno de ellos, conectado con los altavoces de mi equipo de música de la sala de estar. No me dejaban concentrar. Las niñas se habían reunido, juntando las cabezas. Algunas de ellas hacían collares con unas pequeñas cuentas de colores que habían sacado de una bolsa. Tenían una pequeña maleta de plástico con varios cajones, como las que se usan para guardar los medicamentos.
Parece la que guardo en la cocina para poner los medicamentos que me tengo que tomar durante el día. Tengo un cajoncito para las pastillas de primera hora de la mañana, uno para las del desayuno, uno para las de la hora de comer, uno para las de la cena, y uno para las de antes de acostarse. Tomo un total de diecinueve pastillas, comprimidos y cápsulas y tabletas a lo largo del día. Si me olvido de algunas o dejo deliberadamente de tomarlas, inmediatamente al día siguiente mis pies empiezan a quemar más y más. Pero ello no significa que el ardor de mis pies se vea aliviado por los medicamentos. Al principio era así, pero luego ya se transformó en algo que no producía ningún efecto más que el de mantenerme más o menos normal para poder llevar mi vida normal, y cuidar de mi hija. Me paso aquello tan predicado. Los medicamentos dejaron de hacerme efecto, pero el dolor era mucho peor cuando reducía las dosis de medicamentos. No me apetece mucho hablar de esto pero es necesario explicarlo para entender mi problema. A veces digo a los médicos que mi dolor se agravó cuando ellos empezaron a añadirme medicamentos. Los medicamentos fueron ahondando en mi capacidad de sentir dolor.
Ahora las niñas se han levantado de la mesa y están buscando patatas fritas o algo para picar, cacahuetes, almendras. Han encontrado la coca-cola. Están preguntándose cosas sobre sus respectivos profesores de inglés. Están criticando duramente los diversos métodos docentes.
Sandra los escucha sin decir nada. Le han pedido que les ayude a ensartar cuentas en los hilos de nailon. Ella no se mueve.
Antes, cuando atravesó el umbral de la puerta de la cocina, sus pasos se detuvieron un instante, miró titubeante, primero a ellos, luego a mí. Los pequeños labios entreabiertos, se quedó allí, como si no supiera qué hacer.
Los niños estaban sentados en el suelo alrededor del fuego. Sandra se acercó a mí. Los miró bajando la cabeza, pero sin perdonar clavar las pupilas en ellos. Seria, sin esbozar sonrisas. Las niñas la miraban, le sonreían. Le preguntaban su nombre.
– Sandra, –dijo, en voz baja–.
Cuando se sentó a mi lado pude mirarla con tranquilidad, su cabecita negra estaba preferentemente dirigida hacia la esquina donde estaba acurrucado Gabriel, el niño ángel. No decía nada, sólo giraba la cabeza hacia un lado u otro, curioseando lo que hacían los niños. Pero sobre todo hacia él.
Gabriel no parecía darse cuenta. Pronto sacó unos naipes y comenzó a hacer trucos de magia. Era el centro. Pidió a las niñas que se ubicaran un poco más atrás. Sandra no entendía la palabra ubicar, y cuando se la expliqué se reía.